Revista N° 73 - 2024

Arte

ARTE Y LENGUAJE

Por Luis Felipe Noé
Artista visual.

En su último libro, El ojo que escribe (Ampersand, 2024), “Yuyo” Noé, fallecido el 9 de abril de 2025, repasa su trayectoria personal y plantea preguntas esenciales en torno al arte y la creación artística. Para ello, vuelve a su biblioteca para dialogar con filósofos, poetas y pintores, como en el extracto que aquí se reproduce, donde a través de las cinco frases que estructuran su pensamiento estético, reflexiona sobre la dimensión artística del lenguaje como lugar de invención que rompe con los códigos preestablecidos.

“Arte y…”. Se suele añadir al concepto de arte otro de muy distinto orden como política, psicoanálisis o tecnología. Aunque todas estas asociaciones se debilitan frente a otra: arte y lenguaje, relación dialéctica que condiciona todos los procesos artísticos. Sin embargo, existen otros tipos de relaciones con el concepto de arte –un ejemplo es el concepto de poder– que interfieren más en la difusión y valoración que en el campo creativo.

Quiero referirme inicialmente a la relación del yo con el quehacer artístico partiendo de una cita a la que recurro habitualmente, porque junto con otras cuatro estructuran mi pensamiento estético: “Yo es otro” de Arthur Rimbaud. A lo que agrega: “Si el cobre se despierta clarín no es por su culpa”. Así, alude al fundamental viaje del yo a lo otro que ocurre en el campo artístico de tal manera que el yo deviene otro. Es así común la sorpresa del artista frente a su propia realización como si fuese otra entidad ajena a la suya.

Fernando Pessoa, por ejemplo, señala a su amada Ofelia que él no puede satisfacer sus requerimientos amorosos ya que si resulta predecible como hombre, como escritor pertenece al terreno de lo impredecible. El yo es otro tiene en Pessoa –el poeta de los heterónimos: Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Bernardo Soares, entre otros– el ejercicio permanente. El yo es un recuerdo como el puerto de embarque. ¿Quién se embarcó? Curiosamente el mismo yo. Por lo tanto, el yo se convierte a su vez en un heterónimo. Madame Bovary c’est moi, decía Flaubert. Y Paul Valéry señala en Teoría poética y estética que “si cada hombre no pudiera vivir una cantidad de vidas que no fueran la suya, no podría vivir la suya”. El viaje lo expresa claramente Pessoa en su poema “Tabaquería”:

[…] Estoy lúcido hoy, como si
estuviese por morir,
y no tuviese más hermandad con las cosas
Que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
La hilera de vagones de un tren, y un silbato de partida
Dentro de mi cabeza
Y una sacudida de mis nervios y un
crujir de huesos al salir.

Estoy perplejo hoy, como quien pensó
y halló y olvidó.
Estoy dividido hoy entre la lealtad que debo
A la Tabaquería del otro lado de la
calle, como cosa real por fuera,
Y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.

Esta distinción señala claramente dos campos: uno donde acontece la realidad y otro donde se la ficciona. Pessoa vivió y siguió viviendo en este último. Los animales viven en una misma realidad que los hombres, pero estos últimos además la pueden ficcionar. El lenguaje es el campo natural de la ficción. Cada sustantivo guarda en el terreno de la idea a la cosa nombrada y así uno cree que la cosa y su nombre están identificados. Los viajes a los países que hablan otros idiomas nos devuelven a la realidad de la ficción lingüística. El campo del arte es el terreno donde el hombre rescata el lugar significante que equivale a bautizar la cosa. Allí se utilizan códigos comunicantes como en toda estructura lingüística, pero, sobre todo, se los inventa.

“El ir del campo de la realidad con su lenguaje cotidiano y codificado al ficcional donde está permitida la invención de códigos equivale a un viaje a lo otro.”

Vicente Huidobro sostiene en El creacionismo que “si el hombre ha sometido para sí a los tres reinos de la naturaleza, el reino mineral, el vegetal y el animal, ¿por qué razón no podrá agregar a los reinos del universo su propio reino, el reino de sus creaciones?”. Y agrega: “Lo realizado en la mecánica también se ha hecho en la poesía. Os diré qué en- tiendo por poema creado. Es un poema en el que cada parte constitutiva, y todo el con- junto, muestra un hecho nuevo, independiente del mundo externo, desligado de cualquier otra realidad que no sea la propia, pues toma su puesto en el mundo como un fenómeno singular, aparte y distinto de los demás fenómenos”. Vemos nuevamente de manera neta expuesta la teoría de los dos estancos.

El ir del campo de la realidad con su lenguaje cotidiano y codificado al ficcional donde está permitida la invención de códigos equivale a un viaje a lo otro.

En el Libro del desasosiego, Pessoa afirma: “Si un hombre escribe bien cuando está borracho le diré ‘emborráchate’. Y si me dice que su hígado sufre por esto, le respondo ¿qué es un hígado? Es una cosa muerta que vive mientras tú vives, mientras que los poemas que se escriben vivirán sin mientras”. Es sabido eso de vincular al artista con el alcohólico, el drogadicto, el obsesivo por el sexo o el suicida, o sea, con maneras distintas de buscar una otredad. Pero si alguna vez lo logra, es en su obra; más aún, en el acto de hacerla. Luego regresa a su yo de partida.

Pero quedémonos en esto de “los poemas que se escriben vivirán sin mientras”. Paul Valéry señala que “el poema no muere por haber vivido: está hecho expresamente para renacer de sus cenizas y ser de nuevo indefinidamente lo que acaba de ser. La poesía se reconoce en esta propiedad de hacerse reproducir en su forma: nos excita a reconstituirla idénticamente”. ¿Y por qué dice que el poema está hecho “para renacer de sus cenizas”? Porque “la obra del espíritu sólo existe en acto” (y esta es otra de mis cinco frases elegidas de las que hablé antes):

Fuera de este acto, lo que permanece no es más que un objeto que no ofrece ninguna relación particular con el espíritu. Transporten la estatua que admiran a un pueblo suficientemente diferente al nuestro: sólo es una piedra insignificante. Un Partenón no es más que una cantera de mármol.

Ese renacer de lo creado en el lector del poema está bien expresado en un comentario que hace Borges a la afirmación del pintor Whistler respecto a que “el arte sucede” (una manera de decir que la ley de causa y efecto no debe aquí aplicarse, como si toda causa tuviese indefectiblemente un determinado efecto). Dice Borges: “El arte sucede cada vez que leemos un poema”. O sea, que el arte como obra del espíritu existe cuando se crea el poema y cuando este es recibido adecuadamente porque se creó el poema en el otro. No basta leer al poema, como no basta mirar al cuadro. Hay que compartirlo creativamente.

¿Qué es lo que recibe el espectador de la obra del artista? ¿Su yo o el olvido de él? Lo que trasciende. El yo es insignificante, pero es motor. En su trascendencia se encuentra, motivándola, con otra trascendencia. No con otro yo. Como ha escrito Gaston Bachelard: “El poeta debe crear su lector y de ninguna manera expresar ideas comunes”. Esto es: el yo del poeta –diría del artista– crea su otro fuera de sí, que se le parece, pero que, ante todo, es un lugar de potencial encuentro con los otros. Esto no quiere decir que el poeta piense en su lector cuando escribe, ni que el pintor piense en el contemplador de su obra. El artista se comunica, sí, pero con aquello que se le escapa y quiere asir. No emplea como en el lenguaje cotidiano un sistema codificado donde el emisor se comunica con el receptor, dado que crea sus propios códigos.

“El concepto de lenguaje en el campo del arte no se restringe sólo a las palabras sino a toda manifestación humana donde el espíritu del hombre en tanto tal se hace presente.”

Recuerdo lo que me decía Jorge de la Vega: “Si uno no hace lo que quiere en la pintura, ¿dónde lo hace?”. Por su parte, Alejandra Pizarnik sostenía que la poesía “es el lugar donde todo sucede. A semejanza del amor, del humor, del suicidio y de todo acto profundamente subversivo, la poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad. Decir libertad o verdad y referir estas palabras al mundo en que vivimos o no vivimos es decir una mentira. No lo es cuando se las atribuye a la poesía: lugar donde todo es posible”. Una vez más encontramos la teoría de los estancos. En uno de ellos, en pos de la comunicación, las palabras no pueden decir más que lo que obviamente invocan. En el otro, el reino de la ficción, corresponde la definición de poesía de Aldo Pellegrini (otra de las frases estructurantes de mi pensamiento estético): “La poesía quiere expresar con palabras lo que no pueden decir las palabras”.

Esto es: con el material de las palabras el poeta se adentra en los espacios innominados. Como señala Sara Cohen en El silencio de los poetas: “La poesía debe su existencia a lo indecible: es la imposibilidad lo que genera la insistencia de escribir poesía”. Y Deleuze afirma en La literatura y la vida que “las obras maestras de la literatura forman siempre una suerte de lengua extranjera en la lengua que fueron escritas, ¿qué aire de locura, qué soplo psicótico atraviesa de tal modo el lenguaje?”.

El lenguaje en la dimensión artística es un lugar de invención lingüística más que una utilización con fines comunicativos de códigos preestablecidos. Más aún, el concepto de lenguaje en el campo del arte no se restringe sólo a las palabras sino a toda manifestación humana donde el espíritu del hombre en tanto tal se hace presente. “El lenguaje es el estar ahí del espíritu”, decía Hegel (esta es otra frase que estructura mi pensamiento estético). Tal vez su afirmación incluía el lenguaje cotidiano, pero ello es cierto en aquel donde se hace presente el espíritu. Esta palabra, tan hegeliana y actualmente en desuso, creo, sin embargo, que señala algo fundamental. En los propios términos de Hegel es “el principio dinámico cuyo despliegue constituye lo existente”. El lenguaje es todo aquello que hace presente ese principio dinámico, que lo muestra. En tal sentido Walter Benjamin escribió en Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres, un pequeño ensayo tan fundamental como extraño, donde dice que “la lengua de un ser es el medio por el cual se comunica su ser espiritual.

Por esto se habla también de los lenguajes de la música y de las artes visuales. Si hasta ahora me referí al arte con referencias centradas en la poesía es porque esta libera a las palabras de su evidencia y las coloca en materia útil para aquello a lo que no estaban destinadas. La poesía más allá de que utilice o no metáforas, es esencialmente metafórica.

Tratar de abordar lo que las palabras no pueden decir llevó a Jean Paul Sartre –a quien le interesaba en su obsesión por el arte comprometido, ante todo, lo que las palabras pueden comunicar por ser vehículos de significación y de ideas– a descartar del terreno de la literatura a la poesía y colocarla a esta junto a las artes que él mismo calificó como “no significativas” (la pintura, la escultura, la música). Porque, según él, la poesía se sirve de las palabras como la prosa, pero no de la misma manera, pues no las trata como signos sino como cosas. El poeta trata de librar a las palabras de la servidumbre del significado y las agrupa –dice– “por asociaciones mágicas de conveniencia o inconveniencia como los colores o los sonidos”.

Para Sartre, “la casa que pinta el pintor es una casa imaginada y no un signo de la casa” y el cielo amarillo pintado por Tintoretto por encima del Gólgota no es signo de angustia sino una angustia hecha cosa. ¿Pero acaso el signo no es una cosa? Ese amarillo de Tintoretto es simplemente una forma pictórica de la adjetivación. El color en la pintura no es una cosa, sino que adjetiva a la cosa.

Sartre cree que las palabras significan y que los colores y las formas no remiten a nada exterior a ellos. Está de más decir que limita el concepto de significación a lo explícito, o sea, a su sentido gramático; pero desde que se hizo un lugar a la semiótica, se debe entender que los signos artísticos están en relación a los lenguajes artísticos que le son propios. Y que un Guernica puede decir mucho más que un discurso contra la guerra, pero naturalmente para aquel que se coloca en el campo de la codificación inventada por el artista.

Lo significativo acontece cuando el otro comprende el signo emitido. El artista propone un nuevo signo al darle un significante que lo trasciende. Y es allí que el artista se enuncia en el ejercicio ya no de su oficio sino de la dimensión de revelación que está implícita en el arte.

Muchos creen que el artista piensa en el contemplador o espectador o público –o como se llame el tercero– cuando está haciendo su obra. Es curioso pensar que es una tercera persona del singular. La primera está supuesta en el yo. Y, ¿cuál es la segunda? ¿La segunda persona es a quién se dirige? En parte, pero también es el tema del que se trata. La segunda persona está constituida de manera explícita por el objeto a quien uno se traslada pensando en él y, además, en el lenguaje que uno ha elegido para trasladarse a él. Y el tú, la segunda persona de los verbos, está implícito en el yo trasladado, o sea, en el autor que contempla su propia obra y dice para sí mismo: “La comunicación está lograda porque yo ya entendí”. El otro contemplador, o sea, la tercera persona (él o ella) no son pasivos porque, a su vez, se trasladan a la obra. Este constituye el punto común con el objeto.

En el lenguaje de las palabras que empleamos cotidianamente, el aspecto comunicativo oculta su carácter traslativo. En los lenguajes artísticos, en cambio, la traslación pasa a primer término subordinando el carácter comunicativo (implícito, de todas maneras).

¿Cómo está implícito en el lenguaje común su aspecto traslativo? ¿Un ejemplo? “¿Dónde está mi reloj?”, pregunta alguien, con lo que está haciendo presente una ausencia. “El reloj está en el cajón del escritorio”, le responden. Y allí estará hasta el momento en que no lo encuentre. Hay una verdad lingüística distinta a la real, pero, en definitiva, una debe confirmar a la otra. Es decir, en las palabras el reloj está en el cajón, pero de hecho no estaba allí. En un contexto literario no es necesaria la confirmación. Ni la literatura ni el lenguaje artístico mienten. Se trata del traslado lisa y llanamente a otro nivel, el de la ficción. Entonces corresponde hacerse otra pregunta: ¿cómo está implícito en los lenguajes artísticos el aspecto comunicativo? En la invitación al lector o espectador a trasladarse en el viaje ficcional establecido por el artista. Si el contemplador no se traslada con el artista, este piensa: “Y bueno… será otro”. Ese otro potencial es el otro convocado por el artista.

En tal sentido, hay siempre una no sincronización en la comunicación artística: primero el viaje del autor, luego el potencial del contemplador. En cambio, en el lenguaje habitual es absolutamente necesaria la sincronización: saber de qué se está hablando.

“Hay siempre una no sincronización en la comunicación artística: primero el viaje del autor, luego el potencial del contemplador.”

Pongamos un ejemplo. Las academias pictóricas de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX trataron de mantener una tradición. Sin embargo, es evidente una modificación del arte en el proceso histórico que abarca ese período. Es el tiempo en que el arte se va enunciando ya no como oficio sino como construcción imaginativa. En ese caso significativamente podemos leer una evolución entre la pintura del quattrocento, el manierismo, el clasicismo, el rococó, el neoclasicismo y el romanticismo.

Como se ve me estoy refiriendo ahora a períodos. ¿Dónde queda el yo, a este respecto? Podríamos decir que existe un yo renacentista que trata de objetivarse e idealizarse simultáneamente, un yo manierista que trata de enunciarse, un yo clasicista que en el idealismo trata de borrarse y, por último, un yo romántico que trata de ser hegemónico porque se enuncia conjuntamente con el concepto de naturaleza. La naturaleza del yo se identifica con la naturaleza. El yo romántico deviene conciencia de la naturaleza. Para Schelling, el mundo se iniciaba en estado bruto de inconsciencia y gradualmente ganaba conciencia de sí mismo. La naturaleza era voluntad consciente de sí misma. En Las raíces del romanticismo, dice Isaiah Berlin:

“Esta doctrina tuvo una profunda influencia sobre la filosofía alemana de la estética y la filosofía del arte; pues, si todo en la naturaleza es viviente, y si nosotros somos los representantes de mayor conciencia en ella, la función del artista consiste en hurgar dentro de sí, en adentrarse en las fuerzas oscuras e inconscientes que lo habitan y sacarlas a la luz de la conciencia mediante una violenta y agonizante lucha interior. Esta es la teoría de Schelling. Y la naturaleza hace lo mismo. Se dan luchas en el interior de ella. Toda erupción volcánica, todo fenómeno magnético o eléctrico es interpretado por Schelling como una lucha de autoafirmación por parte de ciegas y misteriosas fuerzas que, en el caso del hombre, eran algo más conscientes. Para él, las únicas obras de arte valiosas –y esta es una doctrina que influenció a Coleridge, y subsecuentemente a otros críticos de arte– son aquellas que, semejantemente a la naturaleza, expresan pulsaciones de una vida no completamente consciente.”

Y más adelante se refiere a algo de lo que el artista sí es completamente consciente, “a saber, las pulsaciones en su interioridad de cierto espíritu infinito que él en particular representa del modo más articulado y consciente.”

Esta concepción romántica del arte llevó a Coleridge a definirlo como aquello que trata de convertir “a la naturaleza en pensamiento y al pensamiento en naturaleza, a lo exterior en interior y a lo interior en exterior”. Esta definición es también una de las cinco estructurantes de mi pensamiento estético. La creo aún vigente porque durante toda la llamada modernidad se ha tratado de cumplir con la prédica romántica que, según Berlin, “consiste en atrapar al movimiento por medio del reposo, el tiempo por medio del espacio, la luz por medio de la oscuridad”. Y en la llamada posmodernidad esto también es cierto porque el gran legado de la modernidad es la conciencia de que lo cóncavo y lo convexo están integrados.

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