Revista N° 35 - 2004

América Latina

LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA EN CHILE

Por Patricio Aylwin Azocar
Ex presidente de Chile.

Este artículo reúne apreciaciones sobre la transición democrática en Chile según la visión de quien tuvo la responsabilidad de liderar dicho proceso, el ex presidente Patricio Aylwin. Tras revisar los principales rasgos de la dictadura militar que imperó desde 1973 hasta 1990, presenta los condicionamientos y dificultades de la lucha por la democracia en Chile y las medidas tomadas durante su gobierno para consolidar el sistema político. Concluye afirmando que la etapa de transición ya había concluido para mayo de 1992 porque era evidente que, a pesar de los desafíos pendientes, en esa etapa, la democracia había vuelto a Chile para quedarse.

Hablar de la transición a la democracia en Chile, exige —para una buena comprensión— empezar por recordar algunos antecedentes característicos de la dictadura militar que imperó en mi país desde septiembre de 1973, hasta el retorno de la democracia en marzo de 1990.

Cuando en 1973 se produjo el golpe que dio inicio a la dictadura en Chile, el país sufría una gravísima crisis de gobernabilidad. Dividido desde fines de los años cincuenta en tres corrientes antagónicas y excluyentes, el gobierno constitucional del presidente Allende, que interpretaba al tercio más numeroso, intentó imponer un proyecto socialista revolucionario para el cual no tenía mayoría en el Congreso ni en la población nacional. La fuerte ideologización que entonces prevalecía en Chile, como en casi todos nuestros países, característica de la Guerra Fría que entonces dividía al mundo, impidió el logro de soluciones de consenso y abrió camino a la dictadura militar.

En el ámbito político, el régimen que entonces se instauró, inspirado en la Doctrina de la Seguridad Nacional, se propuso dos objetivos fundamentales: extirpar el cáncer marxista e instaurar en Chile una nueva institucionalidad que librara al país de la politiquería. Para lo primero, desencadenó una feroz persecución contra quienes tuvieran —o a quienes sus agentes atribuyeran— filiación o simpatías comunistas o socialistas, mediante condenas a muerte en juicios sumarios por tribunales militares, simples asesinatos a pretexto de supuestos enfrentamientos, torturas, exilio, etcétera. Para lo segundo, impuso una nueva constitución política, que hizo aprobar en 1980 mediante un plebiscito sin garantías democráticas, que mientras por una parte fue minuciosa en consagrar los derechos y libertades individuales, por otra lo fue para robustecer las atribuciones del presidente de la República —cargo que la junta militar había asignado al general Pinochet— extendiendo a ocho años el período de su mandato. Y, como norma transitoria, dispuso que vencido ese plazo la misma junta sometería a plebiscito el nombre de su sucesor.

En el ámbito económico, las reformas que implementó el gobierno militar, de saneamiento, liberalización y apertura al exterior de la economía chilena —si bien, implicaron, por la drasticidad con que las implementó, un altísimo costo social, sobre todo en desocupación, baja de remuneraciones, deterioro de la salud pública y la educación y déficit de viviendas— abrieron la puerta a una nueva etapa del desarrollo nacional caracterizada principalmente por el incremento y diversificación de las exportaciones y el dinamismo empresarial privado.

A partir de estos antecedentes, la lucha por la democracia en Chile exigió, como primera condición, aunar las posiciones de los diversos sectores que anhelaban recuperarla, muchos de los cuales tenían a casi todos sus dirigentes en el exilio o en la clandestinidad. Fue una tarea larga y difícil, que se expresó en diversos planos: la defensa de los derechos humanos, encabezada por la vicaría de la solidaridad de la Iglesia Católica, que proclamó a 1978 como el Año de los Derechos Humanos; la lucha de los trabajadores organizados que, en mayo de dicho año crearon la Coordinadora Nacional Sindical para defender sus derechos; y la formación, en julio de ese mismo año, del Grupo de Estudios Constitucionales, constituido inicialmente por veinticuatro miembros, casi todos del ámbito académico y representativos del espectro democrático de la sociedad chilena, que nos constituimos con la mira de examinar y debatir las ideas básicas en torno a las cuales pudiere lograrse un acuerdo democrático que sirviera de fundamento a la futura institucional. Ninguna de esas iniciativas, ni varias otras que surgieron en esa época, lograron cambiar el curso de la dictadura, que consolidó su institucionalidad y llegó al máximo de su poder cuando logró que se aprobara la nueva constitución en el plebiscito del 11 de septiembre de 1980, en el que —según cifras oficiales— votaron poco más de seis millones de personas, de las cuales el sesenta y siete por ciento votaron por el Sí.

Pero los esfuerzos por recuperar la democracia no disminuyeron por ese resultado; prosiguieron silenciosa pero tenazmente y volvieron a hacerse patentes en 1983, con el inicio de las protestas —paros laborales y cacerolazos— convocadas por la Confederación de Trabajadores del Cobre y la Coordinadora Nacional Sindical, y con el surgimiento de la Alianza Democrática, constituida por la Democracia Cristiana, el Partido Radical, la Socialdemocracia, un sector de la antigua derecha y diversos sectores socialistas.

Fracasado el diálogo que en agosto y septiembre de 1983 —el décimo año de la dictadura— tuvo la Alianza Democrática con el nuevo ministro del Interior, Sergio Onofre Jarpa —antiguo político de derecha a quien Pinochet llamó a su gobierno con la aparente intención de abrir caminos para democratizar el régimen— la disyuntiva de perseverar en la estrategia de buscar el más amplio entendimiento para lograr un camino consensual de retorno a la democracia, o radicalizar su postura exigiendo la renuncia de Pinochet, la formación de un gobierno provisional y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Factor importante en esta disyuntiva fue la diversa disposición de los integrantes de la Alianza para incorporar al Partido Comunista y otros grupos de ultraizquierda que patrocinaban o no descartaban la vía armada en su lucha contra la dictadura.

Ambas estrategias se implementaron en forma paralela, pero independiente una de otra, entre los años 1984 y 1986. Mientras democratacristianos, radicales, socialdemócratas, izquierda cristiana, un sector socialista, nacionales y liberales, convocados por el cardenal Fresno, concertábamos con el Partido Unión Nacional —hasta entonces vinculado al régimen— el Acuerdo Nacional para la Transición a la plena democracia y formulábamos proposiciones de reforma constitucional, el Movimiento Democrático Popular que, agrupaba al Partido Comunista y a los sectores de ultraizquierda, prefirieron la vía de la confrontación violenta. Y mientras los primeros iniciamos la campaña por elecciones libres y llamamos a los chilenos a inscribirse en los registros electorales, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez —brazo armado del comunismo— realizó un audaz atentado para asesinar a Pinochet.

A esa altura de los acontecimientos, a los demócratas no nos quedó otro camino que enfrentar derechamente el plebiscito. Como es sabido, éste se realizó el 5 de octubre de 1988, día en que el pueblo fue convocado por la junta militar a pronunciarse sobre su propuesta de que el general Pinochet continuara gobernando por ocho años más. Después de una corta campaña en que los demócratas chilenos sentimos la solidaridad de todos los demócratas del mundo, ese día el pueblo de Chile dio la sorpresa de derrotar a la dictadura en forma pacífica mediante el voto del 54,7 por ciento de más de millones de ciudadanos que concurrieron a las urnas.

Se inició entonces una nueva etapa. Podría decirse que ese día empieza propiamente la transición a la democracia. Conforme a la institucionalidad de la dictadura, debía entenderse prorrogado el período presidencial de Pinochet por un año más a partir del término de su período —el 11 de marzo siguiente— y noventa días antes de la expiración de esa prórroga se efectuaría la elección del nuevo presidente de la República y del futuro Congreso Nacional.

Por nuestra parte, la Concertación de Partidos por el No —que después del triunfo en el plebiscito pasó a llamarse Concertación de Partidos por la Democracia— habíamos dicho que el triunfo del No significaría la voluntad del pueblo de volver rápidamente a la democracia, modificando para ello la constitución política, para lo cual esperábamos concordar con las Fuerzas Armadas una transición rápida y ordenada. Pero el general Pinochet pensaba y quería otra cosa. Pocos días después del plebiscito afirmó perentoriamente que terminaría su período y que no se cambiaría una coma de su Constitución.

A pesar de esta negativa, el 14 de octubre la concertación emitió una declaración titulada Propuesta para un Consenso Nacional, proponiendo una transición consensual a la democracia mediante una reforma constitucional que democratizara el régimen político, el impulso a un proceso de concertación económico-social entre trabajadores y empresarios y la inmediata adopción por el gobierno de una serie de medidas que planteamos como gestos necesarios que contribuyesen a la reconciliación nacional y a la tranquilidad social.

Se inició entonces un período de intensas negociaciones entre la Concertación de Partidos por la Democracia y el Gobierno —en las que tuvo importante participación el Partido Renovación Nacional y su presidente, Sergio Onofre Jarpa—, con el fin de concertar un paquete de reformas constitucionales que satisficieran las principales demandas de los sectores democráticos y resultaran aceptables para la junta de gobierno que —conforme a la institucionalidad vigente— debería someterlas a plebiscito. Ellas tomaron prácticamente todo el primer semestre de 1989. Fruto de esas negociaciones fue el Proyecto de Reforma Constitucional que esa junta aprobó el 14 de junio de ese año y que la ciudadanía ratificó abrumadoramente en el plebiscito que se verificó el 30 de julio siguiente.

Las reformas así logradas no satisfacían plenamente las aspiraciones de los sectores democráticos y hay aún quienes las critican. Pero lo evidente es que ellas significaron eliminar de la constitución los rasgos más antidemocráticos que la caracterizaban y abrir camino a futuros perfeccionamientos.

Pero lo que claramente no se obtuvo fue adelantar la expiración del gobierno militar. Conforme a lo programado por el régimen, las elecciones presidenciales se convocaron para el 14 de diciembre de 1989. En ellas tuve el honor de representar a todos los partidos de la concertación democrática y de ser elegido con más del cincuenta y cinco por ciento de los votos.

Es evidente que la mera asunción del primer gobierno democrático, después de dieciséis años y medio de dictadura, no podría considerarse como el fin de la transición a la democracia. En el caso chileno ésta empezó —en mi opinión— con el plebiscito del 5 de octubre de 1988 y prosiguió los dos primeros años del gobierno democrático que tuve el honor de encabezar.

En efecto, al iniciarse ese gobierno, el 11 de marzo de 1990, el país tenía pendientes, como consecuencia o efecto de las políticas de la dictadura, al menos tres grandes problemas que, por su naturaleza y significación, ponían en riesgo su gobernabilidad: en primer lugar, las gravísimas violaciones a los derechos humanos cometidas bajo el gobierno militar y negadas sistemáticamente por el gobierno militar y sus partidarios; las tremendas desigualdades e injusticias que exhibía la sociedad chilena, entre el nivel de vida de los sectores que tenían acceso a la modernidad y a los frutos del crecimiento económico, y el de las grandes masas proletarias y de marginados, que vivían en condiciones de pobreza y miseria; y la conformación autoritaria, centralizada y poco representativa de la institucionalidad pública nacional, que hacía necesaria una urgente democratización y descentralización.

Para afrontar el primero de estos problemas, al mes y medio de instalado el nuevo gobierno constituimos la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, para que en breve plazo —no más de nueve meses— emitiera un informe sobre las más graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante el período de la dictadura, entendiéndose por tales las situaciones de detenidos desaparecidos, ejecutados y torturados con resultado de muerte, en que apareciera comprometida la responsabilidad moral del Estado por actos de sus agentes o de personas a su servicio; como asimismo los secuestros y los atentados a la vida de personas cometidas por particulares bajo pretextos políticos. Designamos para integrar esa comisión a ocho personalidades destacadas de la vida nacional, de reconocida independencia y prestigio y de diversas posiciones políticas. La comisión tuvo amplias atribuciones para investigar los hechos, establecer un cuadro lo más completo posible sobre sus antecedentes y circunstancias, individualizar a las víctimas, esclarecer su suerte o paradero y recomendar las medidas de reparación y reivindicación que creyera de justicia, como asimismo las medidas legales y administrativas que a su juicio debiera adoptarse para impedir o prevenir la comisión de hechos semejantes. La comisión carecería de atribuciones jurisdiccionales propias de los tribunales de justicia, y no podría pronunciarse sobre posibles responsabilidades.

Dentro del plazo señalado, la comisión evacuó su informe, que como presidente de la República di a conocer al país el 4 de marzo siguiente. Según sus conclusiones, debidamente fundamentadas, en el período investigado habían muerto 164 personas víctimas de violencia política y 2.115 víctimas de violación de sus derechos humanos; de ellos, 1.068 muertos por agentes del Estado o por personas a su servicio, 957 detenidos por agentes del Estado y desaparecidos, y 90 muertos por atentados cometidos por particulares bajo pretextos políticos.

La divulgación de este informe tuvo enorme repercusión en el país y suscitó encontradas reacciones. Pero, a pesar del rechazo que expresaron —con distintos énfasis— los altos mandos de las Fuerzas Armadas y los sectores políticos vinculados a la dictadura, mereció el reconocimiento de ambas ramas del Congreso Nacional. Conforme a las sugerencias de la comisión, el gobierno adoptó, entre otras medidas, las siguientes: envió a la Corte Suprema el texto completo del informe, solicitándole que en ejercicio de sus atribuciones, instruyera a los tribunales correspondientes para que activaran los procesos pendientes sobre violaciones a los derechos humanos e instruyeran los que debieran iniciarse con motivo de los antecedentes que la comisión estableció en dicho informe; y envió al Congreso Nacional un proyecto de ley que, acogiendo las sugerencias de la propia comisión, propuso la creación de una Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación que tuviera a su cargo otorgar reparaciones a los familiares de las víctimas y esclarecer los casos respecto de las cuales la comisión no logró formarse convicción. Dicho proyecto se convirtió en la Ley 19.123, de 8 de febrero de 1992. El Informe final de esta corporación elevó el número de las víctimas a 2.095 personas muertas y 1.102 desaparecidas.

Para encarar el problema económico social, el gobierno implementó una política de crecimiento con equidad. Para hacerla posible promovimos la concertación social entre empresarios y trabajadores; la Confederación de la Producción y del Comercio y la Central Unitaria de Trabajadores —los organismos más representativos de unos y otros-concordaron en que Chile tenía una oportunidad histórica para conjugar democracia política con desarrollo económico y justicia social, lo que hizo posible convenir significativas alzas al monto de los salarios mínimos y las asignaciones familiares y facilitó la aprobación en el Congreso Nacional, con el apoyo de un sector de la oposición, de una reforma tributaria que permitió generar los ingresos necesarios para incrementar el gasto social del Estado entre 1990 y 1993 en un 31 por ciento real, el de salud en 46,9 por ciento, el de vivienda en 41,6 por ciento, el de educación en 33,6 por ciento y el de previsión en 21,7 por ciento, como asimismo de una reforma laboral que mejoró substancialmente la situación de los trabajadores. Más difícil ha sido lograr las reformas institucionales para democratizar la estructura política del Estado chileno. Aunque se avanzó substancialmente, desde el primer año del gobierno democrático, en la democratización de la institucionalidad territorial del Estado —administración comunal y regional— y en la relativa a la mujer y a la juventud, no se logró en mi tiempo ni se consigue ahora, no obstante, los esfuerzos hechos en sucesivos gobiernos democráticos, eliminar los senadores institucionales ni modificar el sistema electoral binominal mayoritario que nos dejó la dictadura. ¿Terminó la transición a la democracia en Chile? Hay quienes lo rechazan, diciendo que la subsistencia de esos senadores institucionales y de dicho sistema electoral y el hecho de que hasta ahora no se logre hacer plena justicia respecto de las violaciones a los derechos humanos, significa que aún no se logra la plena democracia.

Discrepo con esa opinión. Ya en mi tercer mensaje o cuenta anual al Congreso Nacional, en mayo de 1992, di por terminada la etapa de transición a la democracia, porque ya era evidente, en esa etapa, que la democracia había vuelto al país para quedarse. El tiempo transcurrido desde entonces lo confirma. Desde el 11 de marzo de 1990 Chile ha tenido tres presidentes elegidos democráticamente, la Cámara de Diputados se ha renovado en cuatro oportunidades, los senadores —por parcialidades— en otras tantas, y los municipios en tres ocasiones. Las instituciones funcionan, rigen las libertades públicas, se respetan los derechos humanos y Chile progresa. El que haya problemas pendientes y que la institucionalidad vigente no satisfaga a cabalidad las aspiraciones de muchos, no significa, a mi juicio, que la transición esté pendiente. A menos que convengamos que todo en la vida es transición.

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