Revista N° 73 - 2024

América Latina

LOS DERECHOS HUMANOS SON UNA POLÍTICA

Por Eduardo Jozami
Militante político, abogado, profesor universitario, periodista, escritor y activista por los derechos humanos. Estuvo detenido durante la última dictadura cívico-militar. Fue docente en varias universidades argentinas, director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, y director nacional de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario del Ministerio de Defensa de la Nación (2020-2023).

Fallecido el 27 de septiembre de 2024, Eduardo Jozami, fue un referente del campo intelectual argentino y un agudo pensador de su historia y actualidad política. En esta intervención, que inauguró el dossier “40 años de democracia” publicado por la revista Haroldo, del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, que fundó y dirigió, planteaba la necesidad de reforzar los valores democráticos, inescindibles de la lucha por los derechos humanos, como camino hacia una patria más justa.

“Jóvenes, obreros y estudiantes, que no han encontrado razones para creer en un sistema democrático, ni oportunidad para ejercitar el sufragio como medio de expresión de la voluntad popular, están poblando las cárceles.” Así se expresaba el presidente Héctor Cámpora antes de anunciar el proyecto de amnistía para los presos políticos en su discurso inaugural ante el Congreso, el 25 de mayo de 1973. El argumento era irrefutable. ¿Cómo creer en la democracia, si sólo se ha conocido dictaduras militares o gobiernos civiles viciados por la proscripción? ¿Cómo creer en la Constitución si una dictadura militar la derogó por decreto y restableció otra, antigua de 100 años, para que más tarde la Junta Militar surgida de otro golpe la reformara en todo lo necesario para condicionar la salida política? ¿Cómo creer en el diálogo con quienes por su obsesión de matar a Perón habían bombardeado la Plaza de Mayo y segado centenares de vidas?

No vamos a castigar al lector, ya agobiado por tanta ignominia, continuando con otras preguntas inevitables –¿los fusilamientos del 9 de junio del 56?, ¿la Masacre de Trelew?– porque ya resulta evidente que los jóvenes de nuestra generación no teníamos razones para creer en la democracia. Por supuesto que en el mundo también pasaban cosas que influyeron mucho en Argentina, desde la Revolución Argelina al Mayo francés, la convocatoria del Che o, en otro sentido, el golpe de Brasil en 1964 que mostraba un camino a los gobiernos de derecha en la región. Sin embargo, siempre son las causas internas las determinantes. No bastaban los datos de un mundo conmocionado para desatar el gran conflicto en el país. Después de 1966 fue necesario otro golpe y toda la fatuidad del general Onganía anunciando que su gobierno no tenía plazos, para que la resistencia popular tomara formas más combativas: el Cordobazo fue la más clara respuesta, ante la evidencia de que no se avizoraba ninguna salida política.

“Más allá de los discursos ideológicos y sus diferencias, luchábamos para que se fuera la dictadura y la inmensa mayoría queríamos el retorno de Perón, es decir, el fin de la proscripción.”

Muchas veces, cuestionando la resistencia popular de los años 60 y 70 se ha dicho que los jóvenes no peleábamos por la democracia sino por la revolución. No es fácil contestar esta afirmación, ya hemos señalado que la democracia poco significaba para quienes no la habíamos conocido. Pero más allá de los discursos ideológicos y sus diferencias, luchábamos para que se fuera la dictadura y la inmensa mayoría queríamos el retorno de Perón, es decir, el fin de la proscripción que nos impedía llamar democráticos a los gobiernos que se beneficiaban de la exclusión peronista.

A comienzos de los 70, Carlos Olmedo, un intelectual brillante que pasó como un relámpago por esa Argentina convulsionada, sorprendió a toda una generación muy marcada por la experiencia cubana diciéndonos que siempre habíamos sido peronistas sin saberlo. Algunos creyeron que se trataba de una humorada, otros se molestaron de que pretendiera resolver de un modo tan simple una cuestión –la relación entre la experiencia de las masas y las ideas más avanzadas– que no podía vivirse sino como un desgarramiento. Lo cierto es que Olmedo contribuyó a acelerar un camino inevitable: más allá de que frente a la definición tajante de Cooke la prudencia del general –“desensillar hasta que aclare”– nos exasperaba por momentos, era obvio que caminar junto a las masas implicaba reconocerse en la historia peronista. No porque no hubiera fuera del peronismo experiencias y reflexiones que debieran ser valoradas, pero estas sólo podían fructificar plenamente en el contexto más amplio de la experiencia popular. “Un frasco de tinta no puede teñir el océano”, le contestó el general a Alcira Argumedo que lo visitaba en Madrid, cuando le hacía referencia a los grupos y sectores que no se decidían a incorporarse al peronismo. Entiendo que algunos se sintieran molestos por la frase, porque también me dolió, a mí que en esos años con obstinación deshojaba una margarita entre Perón y algunos sueños revolucionarios, hasta que comprendí que no tenía por qué renunciar a ninguno de los dos.

Esta experiencia puede servirnos para la reflexión sobre la democracia y el lugar que ocupaba en los 70: no estaríamos tan equivocados si nos animáramos a decir que entonces luchábamos por la democracia sin saberlo. No podíamos saberlo porque todas las razones que ya enumeramos nos impedían ubicar a la democracia en el corazón de nuestro compromiso militante. Pero si la democracia es el gobierno del pueblo, ¿no era acaso eso que vivimos durante un tiempo dolorosamente breve en 1973? Que bien nos hubiera venido entonces una reflexión más profunda, porque quizás hubiéramos entendido más rápido lo que sabemos hoy.

La democracia no es una mera preceptiva constitucional, un conjunto de reglas para ordenar la elección del gobierno. Es el espacio político y social en el que podemos ejercer nuestros derechos y reclamar otros nuevos, la democracia es por sobre todo el protagonismo popular y la aspiración por la igualdad. Si, a pesar de la formidable crisis e involución ideológica que hoy vivimos, recuperamos la posibilidad de pensar un futuro no será contra la democracia sino a partir de ella.

Algo de esto vislumbró Rodolfo Walsh, en sus últimos días, concentrado en su reflexión para un debate al que habían renunciado otros con más responsabilidades. En uno de los textos de su propuesta de una paz cuyo destinatario no era el enemigo oligárquico sino las grandes masas de población ajenas a la guerra entre aparatos, Walsh habla de respeto por los derechos humanos y del compromiso de aceptar una salida democrática. Algunos podrán pensar que era sólo un mero recurso táctico, creemos que no. Aunque nadie podía anticipar en 1977 cómo ni cuándo advendría el fin de la dictadura, el escritor militante que creyó necesario reconocer la derrota vislumbraba un futuro en el que democracia y derechos humanos serían los ejes centrales de la vida política.

Ese fue el nuevo camino emprendido hace 40 años. Seguramente, no serán pocos quienes digan que no hay motivos para celebrar en un país que no consigue dar respuestas que aseguren mejores condiciones de vida para los más necesitados ni tampoco logra controlar la inflación. Además, con una presencia inimaginable hasta hace poco, aparecen fuerzas de extrema derecha con un discurso antidemocrático que gana la adhesión de un sector importante de la población. Esto se torna más alarmante porque se avanza en vías de hecho, como lo muestra el atentado homicida contra la vicepresidenta. Todo esto no da para una mirada optimista. Pese a ello, con muchos otros, vamos a celebrar con entusiasmo los cuarenta años.

“El escritor militante que creyó necesario reconocer la derrota vislumbraba un futuro en el que democracia y derechos humanos serían los ejes centrales de la vida política. Ese fue el nuevo camino emprendido hace 40 años.”

En principio, porque el sólo hecho estadístico de cumplir cuarenta años, habla de cierta convicción democrática de los argentinos. Pensemos por cuantas situaciones difíciles pasó el país en este lapso y nunca se rompió la continuidad constitucional. Incluso en el 2001, cuando el que se vayan todos inundaba las calles de todo el país y multitudes se agolpaban frente a los bancos cerrados, fue posible mantener un remedo institucional que sirvió para que pudiera llegarse rápidamente a la elección presidencial. Por otra parte, en estos 40 años la democracia trajo grandes novedades, la oleada feminista fortaleció los avances de la mujer en la vida política y social, instaló la perspectiva de género y abrió también el camino a un más amplio reconocimiento de la diversidad. Las organizaciones sociales trajeron la presencia indispensable de los más pobres, no siempre convocados por sindicatos y partidos tradicionales, y las marcas agobiantes del calentamiento global y el cambio climático han fortalecido una conciencia ambiental que se refleja cada vez más en la agenda política.

El movimiento de Derechos Humanos, indisolublemente ligado al retorno a la democracia, estuvo siempre en el centro de la vida política en estos 40 años. La lucha de las Madres y Abuelas, protagonistas centrales de la vida social argentina, mucho tiene que ver con nuestro actual compromiso democrático. Esto es así porque no puede haber democracia sin plena vigencia de los Derechos Humanos. En otros tiempos, era costumbre distinguir entre democracia formal, las normas que garantizaban la elección periódica de las autoridades, según la Constitución, y democracia sustancial, la que encaraba la problemática socioeconómica que daba respuesta a las demandas de la gran mayoría. Actualmente, esta dicotomía entre las dos democracias ha perdido vigencia social, no porque el reclamo por afrontar los problemas sustanciales y las demandas mayoritarias tenga menos vigencia sino porque la tremenda experiencia de la dictadura nos ha enseñado a no subestimar el respeto por las formas de la democracia.

Hoy sabemos también que democracia y derechos humanos son inescindibles, como dos caras de una misma moneda. En los años 80, cuando se descubría con asombro la realidad oprobiosa de los países del este europeo, una revista francesa convocó a un debate preguntándose: ¿los derechos del hombre, son una política? La cuestión era pertinente, aunque es preocupante que todavía en el París de 1980 pudiera enunciarse los Derechos dejando fuera al 50 por ciento de la humanidad. Entonces, muchos intelectuales y políticos habían comenzado a denunciar las violaciones a los derechos humanos que ocurrían en el Este –sin dejar de hacerlo con las provenientes del Oeste– pero ello no los llevaba a un cuestionamiento político global de las llamadas democracia populares como intento de superación del capitalismo. Luego de la sorprendente y vertiginosa caída de esos regímenes ya no se piensa así. Porque las restricciones políticas a la libertad y la vida democrática que esos gobiernos implantaron mucho tuvieron que ver con las fallas en la gestión económica que fueron decisivas en la debacle del Este, pero, además, porque no pueden considerarse como alternativas superadoras del capitalismo aquellas sociedades que no respeten los derechos humanos y el derecho a la participación de los ciudadanos.

Es muy significativo que el derecho internacional de los Derechos Humanos haya expandido su normativa con la incorporación de sucesivas generaciones de derechos, porque esta ampliación de la Agenda tiene que ver con la proliferación de demandas para asegurar los derechos más elementales. En un mundo que ya no puede disimular la realidad de la guerra ni la miseria que lleva a la desesperación de los migrantes hambrientos que yacen en el fondo del Mediterráneo, es tonto discutir hoy la centralidad del tema de los Derechos Humanos.

En nuestro país, sin desatender las tareas vinculadas a los juicios, a la búsqueda de les niñes apropiados u otras referidas a los delitos de lesa humanidad, el movimiento de Derechos Humanos amplía desde hace un tiempo su mirada hacia las cárceles, la vivienda social, los temas de salud pública, la corrupción de la justicia y muchos otros. Estas son las deudas que la democracia no ha logrado saldar. Quizás alguno piense todavía que los objetivos que nos fijamos se empequeñecen si los comparamos con las expectativas de nuestra juventud, cuando ninguna transformación parecía imposible. Sin embargo, el culto que rendimos hoy a la democracia, tan severamente atacada por los voceros de la derecha radicalizada, no puede ser visto como un acto conformista que elude las grandes definiciones. Es la elección del ámbito más propicio para luchar por la expansión de los derechos de todes.

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