Artículo online - Publicado el 27-06-25
DebatesEl autor de este artículo observa con preocupación el avance de dos fenómenos con antecedentes históricos nefastos y consecuencias futuras extremadamente peligrosas: la agonía de la democracia liberal y la proliferación de episodios bélicos cada vez más graves. La cultura de odio que se ha apoderado de la política mundial y local, con su proliferación de agravios abyectos, violencias y mentiras, debe ser desterrada si se quiere evitar ir derecho al precipicio.
La Biblia contiene máximas morales de aplicación universal y de formidable contemporaneidad. Miles de años transcurridos no desdibujan la sabiduría empírica de sus sentencias. En el Antiguo Testamento, más precisamente en el libro del profeta Oseas 8:14, se transcribe un aforismo moral que trascendió hasta convertirse en parte del refranero popular clásico.
Dicho en otras palabras: “cosecharás lo que siembras”. Significa que el carácter que imprimas a tus actos redundará en reacciones similares de mayor magnitud.
El que odia a una persona recibirá como respuesta un odio aún más grave de parte del Otro.
En la perspectiva social son nuestros gobernantes quienes, con el tono y maneras que demuestran en sus actitudes cotidianas, determinan la tónica de nuestra manera de relacionarnos.
El quehacer político tiene una propensión natural a desarrollarse bajo una óptica agonal. Agonal es aquello que implica lucha, combate.
Suele haber pasión y fiereza en el debate público y eso se transmite hacia abajo, hacia el resto de la sociedad. Es por eso que es dable exigir a nuestros estadistas una cuota mayor de cordura y el uso de formas civilizadas. Buenas maneras no es señal de debilidad, es tan solo aplicación elemental de las reglas de convivencia y educación elemental.
Pero en el mundo entero, en la última década, ha ido profundizándose una feroz tendencia a la brutalidad y el desprecio profundo hacia quienes tienen ideas diferentes.
Se hace del mal gusto y la chabacanería el mecanismo habitual de comunicación. Hay casi una especie de apología de la crueldad verbal. El argumento ha muerto, viven solo el insulto y la descalificación como método de refutación.
Para colmo de males, grupos políticos de pensamientos extremos, otrora considerados marginales, se han apropiado del discurso del Odio, encontrando en el mismo, el camino apto para el acceso al poder.
Esto ha permitido que individuos estrafalarios, con mensajes ridículamente violentos, sin respeto alguno por la verdad objetiva, se hayan encaramado a las más altas posiciones de poder en muchos países del mundo.
Es natural que este tipo de gobernantes conduzcan inevitablemente a sus naciones a un estado de permanente beligerancia externa y conflictividad social interna.
La percepción de la irrupción de este fenómeno social incipiente me movió a escribir Hitler, un pecado colectivo (Ediciones del Camino, 2023), en el que intenté descifrar las razones sociales que condujeron al mundo a una de las más grandes tragedias de la Humanidad.
Hoy veo con angustia la reaparición en el escenario geopolítico de similares fuerzas a las que estudié en mi novela.
Con enorme preocupación advierto a nivel global la coexistencia de dos tendencias malignas que nos empujan al borde del precipicio:
1. La agonía de la democracia liberal.
2. La proliferación mundial de episodios bélicos cada vez más graves.
La democracia liberal es el sistema, imperfecto, que mayor garantía de supervivencia del disenso, la exigibilidad de búsqueda de consensos y respeto de los derechos de las minorías, nos otorgaba. Su agonía implica la restauración de regímenes cada vez más autocráticos con el consiguiente avasallamiento de libertades individuales.
El país que con mayor fuerza representaba o intentaba representar los valores intrínsecos de la democracia liberal era Estados Unidos.
Donald Trump es un personaje extravagante que ha iniciado una peligrosa trayectoria cada vez más visible hacia la aniquilación de los valores democráticos en su país. Se conjugan en su persona extremos inverosímiles, pero dolorosamente reales. Su falta de respeto por las instituciones se puso de manifiesto cuando fomentó y alentó expresamente la toma del Capitolio por parte de sus partidarios más violentos e inadaptados.
Regresó Trump al poder con una vehemencia recargada. El ahondamiento deliberado de la llamada “grieta” en la sociedad se acentuó a través de la exacerbación del discurso del odio. Decidió gobernar soslayando el Congreso mediante el uso abusivo de las llamadas “Órdenes Ejecutivas” llegando a firmar 143 en tan solo sus primeros 100 días de gobierno. Sus políticas en contra de los inmigrantes fueron tan arbitrarias que generaron disturbios muy graves, que procedió a reprimir con brutalidad, tomando la inconsulta decisión de enviar fuerzas federales al estado de California. Un miembro de las fuerzas federales disparó adrede contra una periodista australiana que cubría los acontecimientos.
Luego, el 12 de junio, el senador demócrata Alex Padilla fue empujado, tumbado boca abajo y esposado por hacerle preguntas, en medio de una conferencia de prensa a la secretaria de Seguridad Nacional Kristi Noem.
Un par de días más tarde, se produjo un hecho horripilante. Un sujeto armado se presentó en la madrugada al domicilio del senador John Hoffman en Minnesota y los baleó a él y a su mujer dejándolos gravemente heridos. Continuó su raid sanguinario y llegó a la casa de la representante demócrata Melissa Hortman. La mató a balazos junto con su esposo Mark.
El 16 de junio, el candidato demócrata a alcalde de la ciudad de Nueva York fue violentamente arrestado por fuerzas federales cuando quería acompañar a un inmigrante en la Corte que entendía en su causa.
Y más ridículo aún es el caso de la pobre mujer chilena detenida por ser sospechosa de inmigración ilegal y separada abruptamente de su hija menor de edad.
¡Toda una locura desatada en el país que se autoproclama defensor principal de las libertades civiles!
Estos sucesos fueron despertando concentraciones masivas en todo el territorio estadounidense contra Trump y su administración. Universidades prestigiosas como Harvard se han hecho eco de las protestas, y fueron objeto de ataques directos del gobierno federal.
La situación interna en Estados Unidos es de una grave tensión social que Trump intenta aplacar con despliegue de fuerza bruta. Nadie sabe a ciencia cierta hasta dónde podrá escalar el conflicto.
Es que, volviendo al principio de este texto, se está sembrando con odio, y esos vientos de ira regresarán probablemente en forma de tempestades sociales cruentas y de difícil predicción en su magnitud.
En mi novela antes mencionada describo el desfile militar que el Führer se regaló a sí mismo el 20 de abril de 1939 para su quincuagésimo cumpleaños. Alarde de misticismo, tecnología bélica y poderío militar, aquel acontecimiento fue una puesta en escena para glorificar al líder y hacer apología de la Fuerza. Lo tristísimo es que fue, además, el preludio de la Segunda Guerra Mundial con su trágica secuela de más de sesenta millones de muertos entre civiles y soldados.
Donald Trump es, como todos los de su especie, un admirador de lo bélico y decidió a su vez regalarse para su cumpleaños número setenta y nueve, una parada militar con toda la parafernalia posible aduciendo la celebración de los 250 años del nacimiento del Ejército estadounidense.
El hecho generó protestas furibundas en muchos de los estados de la Unión y los manifestantes portaban leyendas que decían “No Kings”. Los opositores ya aducen que el presidente tiene veleidades monárquicas y falta de respeto a la Constitución.
En Estados Unidos la utilización del odio como herramienta electoral ha generado ya asesinatos como los acaecidos en Minnesota.
Agoniza la democracia liberal frente a estos aprendices de autócratas que todos los días dan un nuevo paso hacia posiciones más extremas y que no dudan en utilizar el poder del Estado abusivamente para imponer por la fuerza sus ideologías radicalizadas.
Pero el ejercicio de la violencia no se limita a transcurrir puertas adentro de los Estados nacionales. Internacionalmente hay una escalada bélica cada vez más preocupante y las hipótesis de conflicto están empezando a dejar de ser tales, para pasar a transformarse en realidades.
Hay un mundo en guerra, con naciones guiadas por líderes fundamentalistas.
La guerra no es ya una amenaza, es hoy un hecho concreto y cada vez más cercano en el tiempo y las geografías. La única voz que se hacía sentir por lo alto era la de Francisco, el Papa de los pobres, que nos hablaba de la Tercera Guerra Mundial en pedacitos, y que exigía esfuerzos mancomunados para lograr que se afiance la paz en el mundo. Su muerte ha dejado un silencio sobrecogedor y los paladines de la guerra se hacen la fiesta sin pudor.
El odio sembrado nos golpea en el rostro con ferocidad.
Parafraseando a Immanuel Kant debemos afirmar que, en tiempos de ira, resurge con fuerza la importancia de actuar conforme al mandato moral de un imperativo categórico que nos exige poner fin al odio entre los seres humanos.
Si no detenemos esta locura de festejar el odio, las consecuencias personales y sociales pueden ser nefastas.
Cada uno, en el ámbito de su influencia cercana, sea mucha o insignificante, debería hacer un esfuerzo personal por difundir la importancia del diálogo, el respeto a la opinión ajena y la necesidad imperativa de extirpar el odio, cuyas manifestaciones verbales tan visibles son tan solo la funesta antesala de violencias más explícitas.
Argentina es un reflejo caricaturesco del acontecer mundial. El “manual de los odiadores seriales” ha tenido también un éxito rotundo en Argentina, y se aplaude el insulto y el menoscabo al prójimo como si fueran hazañas intelectuales y no meras vulgaridades impregnadas de mediocridad.
Hay una predisposición a la exhibición impúdica del odio y el prejuicio. Ni la muerte ni la enfermedad son impedimento alguno para que la correntada de odio se difunda con su pestilente ponzoña a través de las redes sociales. Cuanto más abyecto el agravio, más celebrado por sus seguidores es el decidor irrespetuoso.
Pedir disculpas por un exabrupto, es muestra inaceptable de debilidad. Solo los fuertes tienen cabida en este mundo de violentos marginales, empoderados del discurso contemporáneo.
Esa vorágine de furia y resentimiento acicateados por la tecnología y los medios de comunicación ya pusieron a la Argentina al borde mismo del magnicidio. Intentaron asesinar a Cristina Fernández de Kirchner. Un asesinato, o su intento en este caso, debiera ser materia de unánime repudio. Pero es tanto el odio acumulado que hubo quienes hasta lamentaron la no consumación del homicidio. Increíble, abominable, pero cierto.
Para colmo de males hoy la encarnación más grosera del odio está en la persona del mismísimo Presidente de la Nación.
Javier Milei hace del insulto su modus operandi. Todos sus dichos tienden a zaherir a propios y extraños con la mayor saña posible. Al igual que su par estadounidense no tiene miedo ni al ridículo ni a la mentira. Lo único que teme es aparecer como alguien débil. Y redobla la apuesta cada día con más furia. Da la espalda a un Parlamento que desprecia, ataca la libertad de expresión en la que no cree, y humilla a todo aquel que tenga a su alcance. Es la venganza contenida del “chico raro”, víctima de afrentas viejas que hoy castiga con apetito insaciable. Si un niño autista de doce años se cruza en su camino, no habrá límite moral para desplegar en su contra la ira presidencial.
Mientras dice que no hay plata para jubilados ni para el Hospital Garrahan, gasta fortunas en espionaje y arsenal tecnocrático contra sus adversarios. Los servicios de inteligencia son beneficiarios casi exclusivos de sucesivos incrementos presupuestarios. No acaba el ímpetu presidencial en otorgar más recursos a los espías. Quiere ampliarle sus facultades a ellos y toda fuerza de seguridad.
El libertario quiere disponer a piacere de todos los instrumentos para perseguir a sus enemigos reales y ficticios. El periodista Hugo Alconada Mon ya denunció la existencia de un plan sistemático para tratar de influir en la opinión pública que incluye espionaje a opositores. El mismo periodista sufrió amenazas e intentos de hackeo como represalia por la difusión del Plan pergeñado por los servicios de inteligencia nacional. Ahora parece que también hay piedra libre para la Policía Federal.
Mediante el Decreto N° 383/2025 se otorgaron facultades a la Policía Federal para proceder, sin necesidad de intervención judicial previa, a realizar “ciberpatrullajes” y hasta detenciones preventivas casi por “portación de rostro”.
El decreto es vergonzosamente inconstitucional y tiene una peligrosidad cívica fenomenal. Como si se tratara de una mala película estadounidense, para convencernos se nos dice que lo que se quiere es crear una especie de FBI argentino. No salgo de mi asombro ante semejante barbaridad. El FBI no es una institución que motive per se un elogio. Edgar Hoover dejó una secuela negra de oscuros poderes ejercidos con impunidad y malevolencia, que ni los presidentes pudieron confrontar. Y se le quiere dejar esa herramienta a una ministra de Seguridad a la que le parece muy normal que se dispare a un fotógrafo en la cabeza o que se dispare a mansalva once veces en la vía pública ocasionando la muerte de un niño.
El Plan de Inteligencia Nacional denunciado por Alconada Mon y el Decreto N° 383/2025 representan un serio peligro para la democracia, pero asimismo son un material de coerción contra los ciudadanos que no debiera ser tolerado por ninguna fuerza política. Y muchísimo menos debieran tolerarlo los periodistas, quienes suelen ser las primeras víctimas de la persecución estatal.
Ahora bien, ¿por qué se produce esta andanada de medidas tendientes a reforzar un estado policíaco en nuestra sociedad?
Pues sencillamente ocurre que el odio diseminado desde las estructuras de poder está encontrando resistencias. Y estas por ahora se manifiestan subterráneas o pacíficas. Pero la tensión social va in crescendo.
Los jubilados son la punta de lanza de esos sectores cada vez más vastos que están siendo arrojados a la marginalidad. Marchan todos los miércoles con una tenacidad que se niega a la resignación ante un presente de privaciones crueles. Docentes, universidades públicas, hospitales, profesionales de la salud, trabajadores cesanteados ante el cierre intempestivo de sus fuentes de trabajo, científicos condenados a escarnio y sueldo de hambre, economías regionales en colapso como la yerbatera en Misiones o el azúcar y el limón en Tucumán, etc… Todo eso va generando un caldo de cultivo peligroso. Hay violencias contenidas que se pueden disparar en el momento menos pensado. Se ha arrinconado a un importante sector de la población colocándolo al borde de la desesperación.
Para colmo de males, en una maniobra judicial preanunciada estrafalariamente por los medios de comunicación con vinculaciones obvias con el Poder Judicial, se ha condenado a prisión y proscrito políticamente a la dirigente opositora más importante. Multitudes marcharon pacíficamente a manifestar su solidaridad con su referente político y social inundando las calles de todas las principales ciudades argentinas, y desbordando la mítica Plaza de Mayo. La principal fuerza opositora que agonizaba y se debatía en conflictos internos, se cohesiona y consolida detrás de la injusta detención de su más importante dirigente.
Todos estos son condimentos de explosividad social intolerables que no anuncian nada bueno. Hubo ya escraches a uno de los vocales de la Corte y al Diputado Nacional ultra oficialista José Luis Espert. Considero repudiables todos los escraches. Me parecen repugnantes, aunque la persona escrachada sea alguien visceralmente desagradable y violento.
“La violencia engendra violencia”, se dice con muy acertados fundamentos. Es también cierto que la violencia generada tiene un origen fácilmente detectable y atribuible a las más altas autoridades del Estado Nacional. Pero nada autoriza, a mi juicio, a ejercer la violencia.
Somos nosotros, los que pretendemos encarnar valores racionales y pacíficos, quienes tenemos el deber de convocar al reclamo en paz.
Confieso eso sí que, por una vez, casi como una excepción a sus conductas recurrentes, me gustaría que sean ellos, los violentos, los que bajen los decibeles de sus discursos de odio. Que hagan un acto de contrición que no implicaría renuncia de ideas ni banderas, pero sí un abandono de los caminos de odio en los que nos están sumergiendo.
Sería hermoso, aunque improbable, ver a Javier Milei confundirse en un abrazo impregnado de argentinidad con uno de esos que él califica como “zurdos de mierda”. Sería lindo que entendiera, desde su novedosa perspectiva religiosa judía que dice profesar, que fueron adjetivaciones como esa las que condujeron al Holocausto. Sería fabuloso que Milei nos convoque a la reconciliación nacional y a la convivencia pacífica de los que piensan distinto. Sería extraordinario, en fin, que haya un pedido de disculpas ante el insulto repetido y que se desactivaran los ejércitos de troles y odiadores seriales que deberían ser reprendidos, y no felicitados, por sus exabruptos bestiales.
Pero, en lugar de soñar imposibles, empecemos por casa a construir la vigencia de ese imperativo moral categórico que nos obliga a frenar el odio, a disipar la furia y a intentar en paz y democracia cambiar los fundamentos de una sociedad empeñada en arrojarse al precipicio.
Al fin y al cabo, dicen que “siempre que llovió, paró”; y los optimistas siempre creemos que, a la larga, el amor es más fuerte.